miércoles, 8 de mayo de 2019

LAS PALABRAS JUSTAS DE PATRIA Y LIBERTAD




Quiere la leyenda y la historia no desmiente que un día como hoy, pero en 1813, El Bardo de la Libertad encontraba las palabras justas.

Desde que el Triunvirato entendió que era imprescindible inflamar los espíritus con una canción patriótica, para que ninguno viva entre nosotros sin estar resuelto a morir por la santa causa de la Libertad, el Cabildo primero y la Asamblea del Año XIII después intentaron lograr esa canción. Pero no era tarea fácil lo que se quería lograr. Por primera vez en la historia un gobierno republicano se disponía a crear una canción patria.

Y el encargo en el que fracasaron sucesivamente Saturnino de la Rosa y Fray Cayetano Rodríguez, sin siquiera equiparar "La América toda se conmueve al fin" que en forma espontánea Esteban de Luca escribiera en 1810, recayó el 6 de Marzo de 1813 en Vicente López y Planes, poeta, combatiente en la Reconquista y Defensa de Buenos Ayres, abogado y diputado de la convencional constituyente.

Vicente López lo sabía. No hay decreto constitucional que tenga por sí mismo la fuerza de imponer un himno, de hacer que la nación lo cante. Un himno tiene que ser aceptado y amado por el pueblo. Si el poeta no encuentra las palabras justas, si no acaricia con ellas el alma del pueblo, no hay autoridad en la tierra que pueda hacer que esas palabras tengan algún valor. Nunca se había hecho antes porque era una locura hacerlo, era más fácil esperar que surgiera en algún momento. Pero a lo mejor, por nuestras propias dificultades para organizarnos, de haber esperado todo se hubiera perdido.

En esa época no había otra forma de escuchar música que alguien tocando en vivo, el teatro o las bandas militares, así que hacer que una canción se vuelva popular podía llevar años, y eso, siempre y cuando fuese un éxito.Un éxito descomunal. Como La Marsellesa. Pero eso no se puede planear, incluso hoy con todos los medios de difusión al alcance de la mano sería difícil hacerlo.

Y a Vicente López lo abrumaba no poder encontrar las palabras justas, escribía hojas y hojas que terminaba haciendo bollos y descartando. Nada le parecía lo suficientemente bueno. Debía ser mejor que De Luca, De la Rosa y Fray Cayetano Rodríguez, porque debía estar por lo menos al nivel de La Marsellesa. Esa era la música que tenía en la cabeza y también el molde de la letra. Claro que no debía ser una copia, Francia ya existía, no necesitaba presentarse al mundo, en cambio nosotros…

Éramos de existencia dudosa, en el mejor de los casos. De ahí que no encontrar esas palabras deprimía a Vicente, por lo que el 8 de Mayo sus amigos para levantarle el ánimo lo llevaron a la Casa de Comedias. Luís Ambrosio Morante protagonizaba esa noche el “Antonio y Cleopatra”. Morante, acaso el primer gran actor argentino, enfatizaba con cada pasaje patriótico del drama la candente actualidad. Vicente permanecía serio. Enfundado en su saco de grandes cuellos y solapas, ajeno a los aplausos y exclamaciones con los que, bajo el incentivo del hábil comediante, a cada rato se levantaba el público de sus asientos.

Hasta que al fin del segundo acto, López, desoyendo los ruegos de sus amigos abandonó la sala intempestivamente. Algo se había despertado en él. La inspiración. Ese huésped que no visita de buena gana al perezoso, según Tchaikovsky.

Por suerte López no era perezoso. Corrió por las calles, envuelto en su roja capa sin reparar en charcos ni barro. Él, que se creía abandonado por la inspiración de las musas, estancado en la opresión de una atmósfera húmeda y pesada, que se veía a sí mismo laxo y abatido, sin luz ni nervio en la mente, sentía de repente la inspiración y sus oídos poblarse de voces.

“Muerte al invasor”, repetían gritos que nadie más escuchaba atravesando las paredes bajo el eco lejano de disparos y sablazos. Quería retener cada palabra, y desde el Cabildo le llegaba la voz de Saavedra al emitir su voto en Mayo del diez: “Que no queden dudas que es el pueblo el que confiere la autoridad o mando”.

Y al mismo tiempo sabía que no eran las palabras sino el espíritu el que debía dejar fluir. El viento húmedo que venía del río le erizaba en frío la piel. “Ni ebrio ni dormido debe tener impresiones contra la libertad de su país”, escribió Moreno, que descansaba en el fondo del mar.

Se sentía avasallante, capaz, dueño al fin de las palabras.

“Siendo preciso enarbolar bandera y no teniéndola la mandé hacer celeste y blanca”, rugía Belgrano bajo la misma inspiración. El pecho le ardía, le quemaba, y sus manos pulsaban la seguridad de escribir las palabras justas. “¡A la carga mis valientes!”, sentía que ordenaba su sangre cual San Martín en San Lorenzo.

El estruendo de rotas cadenas se le hacía merecedor de ser escuchado por la humanidad en pleno.

Entró a su casa empujando puertas hasta el escritorio donde la pluma y el papel lo esperaban. Y allí, por fin, Don Vicente López y Planes, el poeta de 29 años, estampó su corazón en el papel dictándose, una a una, las palabras exactas que la revolución esperaba.

Esas mismas palabras que fueron grito de guerra y sangre en el campo de batalla, sueños de paz en el sudor laborioso para el progreso, lágrimas de emoción y agradecimiento, canción de cuna y canto fúnebre; lo mismo que la más trascendente de las alegrías.

Porque está escrito, como ley suprema de la Nación desde el 11 de Mayo de 1813, que Argentina será Patria mientras alguien siga vibrando a los gloriosos acordes del Himno de López Planes!


Ariel Corbat, La Pluma de la Derecha,
un liberal que no habla de economía.

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