La muerte violenta de un presidente es un hecho de enorme gravedad institucional, entre otras razones porque todo Estado, por su misma razón de ser, dedica un esfuerzo importante a preservar la vida de sus gobernantes. No es necesario explicar la relevancia política de la máxima autoridad de cualquier país como símbolo de sus instituciones.
Sin embargo, la historia registra casos de presidentes que han sido ultimados en ejercicio de sus funciones.
Abraham Lincoln en 1865, James Garfield en 1881, William McKinley en 1901 y John Fitzgerald Kennedy en 1963 fueron muertos a balazos (o a consecuencia de esos balazos) siendo presidentes de los Estados Unidos.
Particularmente significativo es el homicidio de Kennedy, por el contexto de Guerra Fría en aquel mundo bipolar donde Estados Unidos lideraba al bloque occidental en la lucha contra el imperialismo soviético. Pareciera increíble que un país que compite por el liderazgo mundial pudiera perder a su presidente en un atentado a plena luz del día, pero más allá de la variedad de teorías sobre ese crimen, las democracias ofrecen vulnerabilidades que sus enemigos, organizados o como lobos solitarios, aprovechan sin piedad.
En 1981, a poco de asumir el mandato, un lunático le acertó un plomo al presidente Ronald Reagan. Otra vez la potente democracia, que bajo la tensión de las armas nucleares debía mantener a raya el avance comunista, se mostraba vulnerable a un ataque contra su presidente. Una vulnerabilidad que no compartía Leonid Brézhnev, su contraparte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, donde el culto a la personalidad del líder acentuaba el sistema represivo que pesaba sobre la población en sus apariciones públicas.
Como nota de color, recuerdo que en el programa de ATC (Argentina Televisora Color) "Sesenta minutos" al presentar la noticia el periodista José Gómez Fuentes hizo este comentario: "Dios sea loado, nosotros no matamos a nuestros presidentes", una expresión que intentaba señalar una diferencia de idiosincrasia con Estados Unidos, pero que olvidaba atentados contra Sarmiento, Roca, Perón y Videla, por distintas causas y motivos. En esto se puede decir que a la Argentina no la benefició alguna idiosincrasia pacífica sino la ineptitud de los perpetradores.
Con menos suerte que Reagan, también en 1981, Anwar el-Sadat, presidente de Egipto, fue asesinado durante un desfile militar; en ese caso por cuestiones estrictamente políticas.
Tres años después ocurrió en la India (Octubre de 1984) que la primer ministro Indira Ghandi fue ejecutada a balazos por dos de sus custodios.
En la apacible Suecia el primer ministro Olof Palme fue muerto de dos balazos en 1986, cuando luego de ver una película en el cine caminaba de regreso al hogar en compañía de su esposa y sin custodia. Lo impensado había ocurrido donde jamás pasaba nada y nunca se esclareció motivo ni autor.
En Rumania se produjo en 1989 un hecho hermoso: el alzamiento del pueblo rumano a favor de su Libertad y contra la larga tiranía comunista de Nicolae Ceaușescu. En consecuencia, Ceaușescu y su esposa fueron fusilados contra un paredón luego de ser sentenciados en juicio sumarísimo. La fotografía que muestra los dos cuerpos cayendo bajo las balas tiene una belleza singular, y es que más allá de la forma estética, agradable a la vista, es desde la ética imprescindible por lo aleccionadora y como fuente de esperanza para todo pueblo bajo la opresión comunista.
En 1995 y en este caso también por razones políticas, Isaac Rabin, primer ministro de Israel cayó baleado por la espalda al término de un acto público.
Luego hay otros casos, no de presidentes sino de dictadores puros y duros que como Saddam Hussein (2006) y Muamar el Gadafi (2011), fueron muertos en contexto de guerra.
Para completar este raconto, este mismo año en el devastado Haití, el Presidente Jovenel Moïse fue asesinado a balazos en su propia casa.
Hemos visto así que si los presidentes de los Estados Unidos son vulnerables a eventuales ataques contra su vida, va de suyo que todos los mandatarios de países democráticos también lo son. Mucho más en países sumergidos por problemas que los dejan en situación de permanente crisis institucional, al borde de la anarquía y sin ningún horizonte de futuro en su población. Pero también se observa que los dictadores, a falta de un individuo decidido a matar que pueda acercarse hasta ellos, igual son susceptibles de encontrar un paredón, una horca o un linchamiento al final de su camino cuando sus delirios de permanencia y abuso del poder provocan alzamientos, revoluciones o guerras.
Los motivos para matar a un presidente son muy variados. Pero en esta cuestión, como en tantas otras, el presente argentino está mostrando una nueva paradoja de la vocación por ser el reino del revés.
En Argentina el riesgo de vida que corre el Presidente de la Nación de por sí es mínimo y además ninguno va o vuelve del cine caminando sin custodia. Algo de lo que dijo Gómez Fuentes allá por 1981 es cierto: no tenemos una cultura que encuentre justificativo o abrigue de cualquier forma el deseo real de percutar un presidente. Y si bien tenemos muchos dementes, no se les da por ese lado.
Pero sin embargo empieza a ser muy notorio que a falta de matar presidentes llegamos a tener un seudo presidente, seudo Firulete (con perdón del gran Firulete) que está matando la investidura presidencial.
Alberto de la Fernández ha demostrado sobradamente no tener capacidad ni dignidad para sostener con un mínimo decoro la investidura presidencial. La pisotea a diario en cada uno de sus constantes papelones, disparates, contrasentidos y atentados contra la razón que hacen de la República Argentina un completo y triste hazmerreír.
El gobierno títere, golpista, corrupto, criminal y comunista de Alberto de la Fernández superando ya lo inaudito está logrando tocar el colmo de cada cuestión.
La indignidad de quien impone sacrificios al conjunto de la población llenándose la boca con promesas de igualdad pero moja sobradoramente la oreja de la sociedad al refregarle -sin ningún arrepentimiento- los privilegios que se atribuye, como no bajarse el sueldo mientras muchos pierden sus ingresos, sacarse selfies en un velorio multitudinario o reunirse alegremente en la Quinta de Olivos a celebrar como al común se le prohibía, todo ello sobre el agravio a cualquiera que objetara las medidas de su inconstitucional DNU, hace que la idea de matar al presidente sea una fantasía agradable.
Dalmiro Sáenz y Sergio Joselosky publicaron la novela de ficción política "El día que mataron a Alfonsín" durante la presidencia de Raúl Alfonsín. No sé si fue un buen libro (no lo leí), pero recuerdo perfectamente el efecto que causó ese título provocativo y debió vender bien porque luego -creo- surgió "El día que mataron a Cafiero" (tampoco lo leí). En alguna reseña del libro se señala que el interés de los autores apuntaba a mostrar el caos que podía sobrevenir a un magnicidio.
Sobre ese antecedente, se me ocurre que sería un buen ejercicio literario escribir una novela que, para ser todavía más provocativa que aquella, narrara un atentado exitoso contra Alberto de la Fernández y Cristina Fernández, que es quien ejerce el poder como dueña del títere, pero a partir de ahí, en lugar de caos, describa la caída definitiva del régimen kirchnerista y el resurgimiento institucional de la República Argentina. Básicamente un cuento con final feliz.
El título, para tapa emulando una primera plana del diario Crónica en sus mejores tiempos, podría ser: "Matar al presidente -salvar la República-".
Si alguna editorial lo encuentra de interés me avisa y la escribo con el mayor de los gustos, porque se necesita una cuota alta de fantasía sangrienta para sobrellevar esta calamidad real de un gobierno indigno y morboso que cada día se esfuerza por ahondar el daño institucional, la degradación cultural y la miseria intelectual que hace de la Argentina un país sin futuro.
Ariel Corbat, La Pluma de la Derecha,
un liberal que no habla de economía.